Siempre imaginé a las bailarinas muertas cayendo sobre el escenario con
el mismo ruido con que Tatín se dejaba ir al suelo. En mi mente, las
bailarinas se desplomaban con ese ruido metálico y a la vez blando de
lentejuelas aplastadas y carne desnuda que producía Tatín, aunque Tatín
no llevaba lentejuelas y la mayor parte de las veces, al caer al suelo,
levantaba una nubecilla de polvo y se oía bajo su cuerpo un roer de
piedras y guijarros que se debían de hincar dolorosamente en su
esqueleto. Ése era el inconveniente de jugar de portero, aunque también
tenía otros igual de insoportables, como recibir balonazos en mitad del
pecho o en la entrepierna. Y además estaba el aburrimiento, los ratos en
los que la pelota rondaba la portería contraria y Tatín se distraía
limpiando el suelo de piedras y ordenando los postes hasta que el equipo
de enfrente emprendía un ataque y de nuevo lo obligaba a revolcarse por
el suelo o le propinaban un pelotazo en el abdomen o en plena cara,
porque Tatín tenía mucho pundonor y nunca se apartaba de la trayectoria
del balón, aunque los defensas nos diéramos la vuelta o corriésemos para
otro lado. Para empeorar las cosas, Tatín tenía gafas, y sólo consentía
quitárselas cuando Castillo jugaba de delantero en el equipo contrario y
las espinillas y los granos de Castillo le escocían la cara y lo ponían
de mal humor. Entonces, Tatín, doblada con mucho cuidado las gafas y
las metía en el bolsillo de un abrigo o en medio de los jerséis que
servían de poste, y los ojos parecían que se le licuaban y que las
pupilas celestes se le iban a derramar en cualquier momento por la
cara, con dos lágrimas tintadas con el color del cielo.
Es verdad que
Tatín no llevaba lentejuelas, pero llevaba hierros y correas alrededor
de las piernas, un andamiaje de hojalata y cuero que le subía de los
tobillos y, bajo el pantalón, se le perdía muslos arriba. Tatín tenía la
polio, por eso, por muchos goles que le metieran y por mucho que se
aburriese de quitar piedras y ordenar los abrigos de los postes, nunca
cambiábamos de portero como hacían los demás equipos, y por eso, cuando
caía al suelo sin impulso ni salto alguno, largo y firme como un árbol
recién talado, como un mástil o un poste de telégrafos que un rayo
acabara de segar, el ruido de esos hierros y de su carne al chocar con
la tierra me recordaba aquel otro sonido que producían las bailarinas al
caerse muertas en el escenario, un sonido que yo no había escuchado
nunca pero que había imaginado cientos de veces oyendo a mi padre y a mi
madre hablar de las cartas que mi hermano enviaba desde Barcelona,
adonde él, mi hermano, había ido para hacerse bailarín y artista.
Las bailarinas muertas. Antonio Soler
Opinión: Historia sin mucho enganche y todo bastante mezclado, sin saber muy bien en que ritmo vas o si lo que cuenta era verdad dentro de la historia o imaginación del personaje. A pesar de ser en Málaga y Barcelona, de la primera cuesta situarse. Lo salva el ritmo acelerado y galopante del final, a mi parecer lo único que merece la pena leer. No recomiendo la lectura de este libro por muy andaluz o malagueño que sea Soler.
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