domingo, 25 de enero de 2015

Lo siento, te quiero


Es un cortometraje surrealista sobre el amor, ese amor inocente que se presenta en la infancia.


Dirección: Leticia Dolera
Intérpretes: Antonio Barroso y Manuela Vellés
Producción: Paco Plata y Oriol Maymó
Música: Mikel Salas
Canción créditos: Manos de Topo "El cartero"

miércoles, 21 de enero de 2015

Vibraciones de lluvia

Ruidos llegan a mis oídos tras el cristal, sonidos agudos, timbrados, constantes. Noto como la vibración atraviesa mi tímpano, invitándolo a bailar, dos vueltas de caracol, un saludo de vals y se va, se aleja como energía electrificante por unos nervios mielinizados hasta llegar a mi celebro... '¿Sí?¿Seguro?, de acuerdo daré las órdenes'. Se expande de nuevo, la electricidad viaja a través de mielina e impulsos, mírala como recorre bailando los nervios, observa como llega..., ya llega a sus destinos. El oído se agudiza, la sonrisa aparece y la vista busca el paisaje...cierro los ojos en una gratificación interna al cielo, al viento, a la Tierra. Esos sonidos son las notas de la melodía que le faltaba a mi día. Son las vibraciones que hacen temblar el vals de las hormigas. Son el todo para la vida capaz de regenerar, el nada para las almas diminutas que arrastrará a su paso siendo su hecatombe. También son grises coloreados para el que sepa disfrutarlo. Sí, sí, siéntelo, son los ritmos de las gotas de lluvia, son sus mensajes impresos en superficies secas.

El cielo es gris perla, como un algodón de azúcar color plata que puedas alcanzar; como una delicada manta, bajo la que han ocultado un precioso pueblo para que no lo destroce la maldad del tiempo. Los campos verdes, verdes intensos salpicados de marrones oscuros, a lo lejos, y como arrugas de expresión difuminadas por la piel terrestre, riachuelos ocres alegran el rostro de las colinas. Ya se oye, ya se ve, es la vibración de la lluvia. Gotas, gotas pequeñas y poderosas impactan incansables contra el suelo. Gotas ruidosas y testarudas, siempre buscando el mismo objetivo, siempre con la misma misión. No importa el número si no la actitud, y ellas son persistentes. Su destino el mar, su misión mojar, su regalo...la vida.

Danzan las gotas, bailan los paraguas. Las calles del pequeño pueblo se engalanan de luceros amarillos, y la madre noche les dejó el vestido de oscuridad cerrada. Los jardineros de los campos cambiaron los tallos amarillos por turgentes brotes verdes. Todo está preparado; llega el retrasado viento para empezar el acompañamiento de la orquesta. Y entonces de nuevo, vuelve a llover, la lluvia toca la melodía armoniosa con sus pianos de chiriviri y sus fuertes de diluvio. Todo suena, todo es un decorado hecho a medida. De dos puertas maltrechas de madera, envueltos con las capas que le cedió la niebla, salen dos figuras a las calles desiertas. Los habitantes se presienten en los hogares, calentados con estufas y escapando asustados del frío invierno; ése que hoy será el cómplice de los dos. Se perciben los ecos de sus pisadas sobre los charcos, dos pisadas, dos calles, un solo pueblo, un único destino. Es la hora del maestro tiempo, los ve llegar a escena y hace que los músicos y decoradores intensifiquen sus sonidos y trabajos. Baja la intensidad de la luz, sube la fuerza de la lluvia y, bajo dos paraguas rojos se encuentran dos almas perdidas. Se miran, las gotas siguen cayendo incesante de sus paraguas al suelo. La cortina los envuelve y el agua les susurra y les invita. Todo está listo, y comienza el andante, sus manos se entrelazan, sus paraguas caen y como si del mejor salón de Viena se tratase sus pasos los guían por el vals de la lluvia. Llegó el alegro, sus corazones trotan y sin haber mediado una palabra, acaban de sellar la firma de la naturaleza en los adoquines desgastados de un viejo pueblo en medio de la sierra española; sus historias se escriben en pasos de tres por cuatro y sus ojos son los encargados de comunicarse. 

Las vibraciones se expanden por el pueblo, y tal y como empezó todo sus figuras se desvanecen en la oscuridad de las montañas que mis ojos observan al salir a buscar las responsables de tan deliciosos sonidos. Llueve y el viento frío sonroja mis mejillas. Todo ha sido una interferencia de la electricidad que recorría mis nervios con una ansiada noticia. Nada más allá de la realidad, es lo que hay en este pequeño lugar, oculto por el manto de una madre recelosa que quiere resguardar a su hijo mientras le saca las impurezas y lo acicala para dar su mejor cara a la vida. Nada más allá que un pueblo que duerme. Se ha ido la danza y el paraguas rojo, mas sé que en algún nervio aun mi electricidad sigue bailando con la tuya el vals de la lluvia; bailando, y bailando, sin cansancio,sin pausa ni espera en una mampostería decorada como inverno. Se ha desvanecido todo, pero me queda una realidad que vibra: Llueve.










domingo, 11 de enero de 2015

Las bailarinas muertas

     Siempre imaginé a las bailarinas muertas cayendo sobre el escenario con el mismo ruido con que Tatín se dejaba ir al suelo. En mi mente, las bailarinas se desplomaban con ese ruido metálico y a la vez blando de lentejuelas aplastadas y carne desnuda que producía Tatín, aunque Tatín no llevaba lentejuelas y la mayor parte de las veces, al caer al suelo, levantaba una nubecilla de polvo y se oía bajo su cuerpo un roer de piedras y guijarros que se debían de hincar dolorosamente en su esqueleto. Ése era el inconveniente de jugar de portero, aunque también tenía otros igual de insoportables, como recibir balonazos en mitad del pecho o en la entrepierna. Y además estaba el aburrimiento, los ratos en los que la pelota rondaba la portería contraria y Tatín se distraía limpiando el suelo de piedras y ordenando los postes hasta que el equipo de enfrente emprendía un ataque y de nuevo lo obligaba a revolcarse por el suelo o le propinaban un pelotazo en el abdomen o en plena cara, porque Tatín tenía mucho pundonor y nunca se apartaba de la trayectoria del balón, aunque los defensas nos diéramos la vuelta o corriésemos para otro lado. Para empeorar las cosas, Tatín tenía gafas, y sólo consentía quitárselas cuando Castillo jugaba de delantero en el equipo contrario y las espinillas y los granos de Castillo le escocían la cara y lo ponían de mal humor. Entonces, Tatín, doblada con mucho cuidado las gafas y las metía en el bolsillo de un abrigo o en medio de los jerséis que servían de poste, y los ojos parecían que se le licuaban y que las pupilas celestes se le iban a derramar en cualquier momento por la cara, con dos lágrimas tintadas con el color del cielo.
    Es verdad que Tatín no llevaba lentejuelas, pero llevaba hierros y correas alrededor de las piernas, un andamiaje de hojalata y cuero que le subía de los tobillos y, bajo el pantalón, se le perdía muslos arriba. Tatín tenía la polio, por eso, por muchos goles que le metieran y por mucho que se aburriese de quitar piedras y ordenar los abrigos de los postes, nunca cambiábamos de portero como hacían los demás equipos, y por eso, cuando caía al suelo sin impulso ni salto alguno, largo y firme como un árbol recién talado, como un mástil o un poste de telégrafos que un rayo acabara de segar, el ruido de esos hierros y de su carne al chocar con la tierra me recordaba aquel otro sonido que producían las bailarinas al caerse muertas en el escenario, un sonido que yo no había escuchado nunca pero que había imaginado cientos de veces oyendo a mi padre y a mi madre hablar de las cartas que mi hermano enviaba desde Barcelona, adonde él, mi hermano, había ido para hacerse bailarín y artista.

Las bailarinas muertas. Antonio Soler


Opinión: Historia sin mucho enganche y todo bastante mezclado, sin saber muy bien en que ritmo vas o si lo que cuenta era verdad dentro de la historia o imaginación del personaje. A pesar de ser en Málaga y Barcelona, de la primera cuesta situarse. Lo salva el ritmo acelerado y galopante del final, a mi parecer lo único que merece la pena leer. No recomiendo la lectura de este libro por muy andaluz o malagueño que sea Soler.